Opinión pública

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El concepto opinión pública, constantemente empleado en la actualidad por periodistas, políticos, científicos y ciudadanos en general, es uno de los más importantes y más utilizados en las ciencias sociales y, sin embargo, aunque han sido muchos los que lo han intentado, no parece que haya una definición consensuada académicamente acerca de en qué consiste. Se trata de un concepto polisémico o multifacético contemplado por diferentes disciplinas (ciencia política, sociología, psicología social, comunicación, etc.) que proporcionan distintos códigos y modelos de análisis.

A mitad de los años sesenta del siglo pasado, Harwood L. Child trata de recopilar todas las definiciones existentes, encontrando más de cincuenta diferentes, lo que le lleva, ante la imposibilidad de acotar el concepto, a abandonar el intento. Tal vez, por esto Jean Padioleou, profesor de la Ecole des Hautes Études en Sciences Sociales de París, señala irónicamente que «a la opinión pública le ocurre como a los elefantes: puede ser difícil definirlos, pero es muy fácil reconocer uno» (1981)[1]. Sin embargo, han sido muchos los que lo han seguido intentando e incluso han negado su existencia, como lo hace en 1972 Pierre Boudieu al impartir una provocadora conferencia en Noroit que titula L’opinion publique n’existe pas (publicada en Les temps modernes, núm. 318, enero de 1973).

Numerosos autores han estudiado la opinión pública desde muy distintas disciplinas, obteniendo conclusiones muy diferentes y hasta contrapuestas. Dependerá del enfoque que se utilice el estar más cerca de una definición u otra.

En general, desde la ciencia política la opinión pública se define desde un punto de vista institucional y se trata de un concepto abstracto que permite evaluar la calidad de las democracias y la influencia de los ciudadanos en la toma de decisiones políticas.

Para algunos enfoques sociológicos la opinión pública se convierte en un instrumento normativo y de control social, mientras que para otros se trata de un mero formalismo para aludir a los resultados de los estudios de opinión.

Por su parte, desde la psicología social la opinión pública es considerada inicialmente como un comportamiento colectivo, para transformarse después en el resultado de las opiniones y actitudes de la población, diferenciadas a nivel individual o grupal.

Aunque los problemas que acompañaron el momento del nacimiento del concepto no son los mismos que afectan a su uso en la actualidad, casi todos los que se han empeñado en definirlo comienzan con un recorrido que se remonta a la búsqueda de sus orígenes, encontrando que, aunque la idea de «opinión del público» se muestra ya en los textos de los filósofos griegos (Platón o Aristóteles) y otros, como Hume, Locke o Rousseau, que utilizaron términos parecidos, la opinión pública, como concepto y fenómeno social, nació en el siglo xviii cuando, al amparo de la Ilustración y el liberalismo, el régimen de autoridad, basado en la ignorancia del pueblo y en la superstición, dio paso al de la opinión, fundamentado en la universalidad, la racionalidad y la objetividad.

Si bien parece que el primero en utilizar la expresión opinión pública es Michel de Montaigne (Essais, I, 23) en el siglo XVI, John Locke, aunque desde un cierto escepticismo sobre la capacidad política de las masas, cree que la articulación de la opinión pública -entendida de forma general como «poder político de las masas»- es una parte muy importante de la vida política y que para David Hume, en sus Ensayos políticos, lo político es el ámbito de la opinión, ya que quienes gobiernan, a través de gobiernos despóticos o libres, no pueden dejar de apoyarse en la opinión, va a ser Jean Jacques Rousseau el primer autor que analice conscientemente el concepto de opinión pública. En su obra El contrato social (Libro II, Capítulo XII: División de la leyes), escribe: «Hablo... sobre todo, de la opinión, parte desconocida para nuestros políticos, pero de la cual depende el éxito de todas las demás leyes».

En un primer momento, el concepto de opinión pública es aplicado a la burguesía que acaba triunfando sobre el antiguo régimen. Se trata de una opinión ilustrada y dotada de razón que prontamente se transforma en un sujeto con capacidad para intervenir políticamente y desafiar al gobierno absoluto. Los asuntos del Estado son de su exclusivo dominio y la opinión pública alude esencialmente a la opinión de esa élite, no a la del conjunto de la población. La opinión del vulgo es vista negativamente y no puede ser considerada opinión pública al ser una pseudo-opinión que nace de la falta de información, de un pensamiento irracional y, por tanto, manipulable. A partir de aquí, frente a la idea de una opinión pública resultado del debate público entre individuos iguales y racionales (teoría democrática del siglo xix, que tiene en Bentham su principal exponente), empieza a surgir también una dimensión irracional de la opinión pública y distintos autores van a poner de manifiesto los problemas que contiene la idea ilustrada de una opinión pública que actúe como centinela de los asuntos públicos.

A finales del siglo xix aparece una segunda corriente de pensamiento que considera la opinión pública como un fenómeno sociológico o discursivo que se sitúa en la deliberación, el discurso y la acción de grupos que se disputan el poder y la influencia en el seno de la sociedad. Como señala Robert C. Binkley (1928)[2], el interés se ha vuelto hacia «la cuestión de la función y los poderes de la opinión pública en la sociedad, los medios con los que puede modificarse o controlarse, y la relativa importancia de los factores emocional e intelectual en su formulación».

De este modo, si en un primer momento el análisis de la opinión pública se circunscribe principalmente al ámbito de la filosofía política o del derecho, y concentra en el problema filosófico de conseguir transformar los anhelos particulares e independientes en la voluntad general o del Estado, a partir finales del siglo XIX se revelan inquietudes sociológicas y psicológicas y los científicos sociales se centran en el análisis de los aspectos de la opinión pública sociales y conductuales, lo que llevará a la apertura de nuevos campos de estudio: conducta colectiva, estudios actitudinales, investigaciones sobre los efectos de la propaganda, análisis de los medios de comunicación de masas y su influencia sociopolítica, etc.

La obra de Walter Lippman La opinión pública (1922) en la que niega la existencia de ciudadanos omnicompetentes capaces de emitir juicios racionales sobre los asuntos públicos, junto con el desarrollo de la prensa y, sobre todo, la radio como medios de comunicación de masas y el análisis de su impacto realizado por algunos investigadores (Laswell, Lewin, Lazarsfeld y Hovland), marcan un punto de inflexión en el estudio de la opinión pública: se renuncia al concepto generalizador y político de la opinión pública y se comienza a definir como la suma de opiniones o actuaciones individuales, llegándose a la conclusión de que la opinión pública puede ser medida mediante metodologías empíricas.

Jürgen Habermas sostiene que, a pesar de su éxito, las mediciones empíricas son manifestaciones superficiales de los fenómenos. Para Habermas, la investigación social empírica ha intentado medir las opiniones olvidándose de los aspectos ético-políticos e institucionales del concepto de opinión pública. De este modo, la opinión pública es considerada como una técnica que permite

«al Gobierno y a sus órganos actuar teniendo presente una realidad constituida por la reacción de todos aquellos particularmente afectados por la política», pero de esta forma «la opinión pública no está ya vinculada ni a reglas de discusión pública o a formas de verbalización, ni debe ocuparse de problemas políticos, ni menos aun dirigirse a instancias políticas».

Desde un punto de vista crítico-normativo, Habermas (1981)[3] señala que: «opinión pública» significa cosas distintas según se contemple como una instancia crítica en relación a la notoriedad pública normativamente licitada del ejercicio del poder político y social, o como una instancia receptiva en relación a la notoriedad pública, «representativa» o manipulativamente divulgada, de personas e instituciones, de bienes de consumo y de programas».

Por su parte, Elisabeth Noëlle-Neuman plantea el dilema entre una opinión pública que, desde la racionalidad, participa en el proceso de formación de la opinión y toma de decisiones en una democracia y, por otro lado, una opinión pública que se muestra como una forma de control social con el objetivo de promover la integración social y acreditar la existencia del oportuno nivel de consenso sobre el que sustentar las decisiones. En su obra La espiral del silencio se acerca a la segunda postura, y define la opinión pública como

«aquella que puede ser expresada en público sin riesgo de sanciones, y en la cual puede fundarse la acción llevada adelante en público» o como «el acuerdo por parte de los miembros de una comunidad activa sobre cualquier tema con carga afectiva o valorativa que deben respetar tanto a los individuos como a los gobiernos, transigiendo al menos en su comportamiento público, bajo la amenaza de quedar excluidos o de perder la reputación ante la sociedad».[4]


Con todo, parece que las ciencias sociales en la actualidad han optado por apoyar la idea de una opinión pública entendida como proceso.

Véase también

Bibliografía

  • Padioleau, J. G. (Dir.) (1981): L’opinion publique: examen critique, nouvelles directions. Paris: Éditions EHESS.
  • Price, V. (1994): La opinión pública. Esfera pública y comunicación. Barcelona: Paidós.

Referencias

  1. Padioleau, J. G. (Dir.) (1981): L’opinion publique: examen critique, nouvelles directions. Paris: Éditions EHESS.
  2. Binkley, R. C. (1928): «The Concept of Public Opinion in the Social Sciences». Social Forces, vol. 6, n.º 3: 389-396.
  3. Habermas, J. (1981): Historia y crítica de la opinión pública. Barcelona: Gustavo Gili.
  4. Noëlle-Neuman, E. (1995): La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra piel social. Barcelona: Paidós.



Autor de esta voz

Juan José García Escribano